<<¿Por qué tan triste, princesa? >> |
Renne se sentó en el borde de la cama,
soltando un largo y sonoro suspiro. Había tenido un largo día de trabajo que
había terminado por agotarla. Había limpiado toda la casa como mejor le era
posible, y había llevado más de cinco horas terminar con el trabajo. Había
barrido más de tres veces, había acomodado los muebles, lavado la ropa y
arreglado las pieles colgadas en las paredes, todo para que él se sintiera
cómodo. ¿Y quién era él? Pues, una de las personas más importantes en la vida
de Renne, alguien a quien amaba demasiado como para no pensar en él. La persona
que la crió y educó… su padre.
Este era soldado en la guardia de Walter
Ridewing, Rey del reino del Oeste. El Rey ya era un anciano de 96 años, que
ordenaba ser protegido ya que juraba que planeaban matarlo. Locuras de un viejo
que veía con una niebla distante en los ojos. Incluso había días en donde no
era capaz de reconocer a sus propias hijas, muchachas, altas, menudas, y
hermosas que eran reclamadas por muchos pretendientes en los reinos. Una de
ellas se llamaba Victoria Zerea Ridewing. Era unas muchachita simpática y
carismática, alguien amada por todos, pero envidiada por su reluciente belleza.
Era incluso, mucho más bella que sus hermanas mayores, con aquel cabello que
parecía haber sido teñido del mismo fuego, y con unos ojos azules, y oscuros,
como un peligroso mar en calma.
El Rey había sido un gran guerrero en sus
días de gloria. Alabado por muchos, y venerado en el reino. El había comandado
las líneas contra los Yenders, maestros de los dragones, quienes luchaban
contra los reinos, en busca de volver a conseguir las tierras que le habían
sido arrebatadas. Esa había sido la primera y única vez, en el que los reinos
se habían unido contra un mismo enemigo. Con más de quinientos mil hombres,
finalmente la paz había sido restaurada, y los Yenders habían sido expulsados,
e incluso, extintos. Ya no se habían visto a los dragones desde entonces…
El padre de Renne, había logrado regresar
vivo del terrible combate con los exiliados. Personas condenadas a morir en el
bosque por sus crimines. Y a pesar de
que muchos decían que aquel no era considerado un castigo, aquellos exiliados
habían luchado por dominar el reino, y conseguir el trono por una simple razón.
Ellos no querían permanecer en aquel
bosque…
Hacía ya meses que la muchacha no había visto
a su padre. Había noches en las que lloraba por no lograr recordar su rostro, y
es porque, aun cuando el tiempo no parecía mucho, los días sin el ya se le
habían hecho una costumbre que la muchachita no quería tener. Pero finalmente,
la paz había llegado al reino de Westline, y sus soldados ya tenían permitido volver
a sus casas. Ah volver junto sus familias.
A pesar de la lejanía, Renne escuchó el
trotar de los caballos como si estuvieran a su lado, y casi por acto reflejo,
había dejado lo que estaba haciendo y había corrido hacia la ventana a ver
rápidamente de que se trataba. Dos caballos, dos jinetes, uno continuó con el
trote después de despedirse y el otro se detuvo. Este descendió del caballo,
con algo en la mano. Aquel jinete miró en dirección a la casa, y Renne sintió
al instante que la miraba a ella. Sintió las lagrimas resbalar por sus mejillas, y con una gran
sonrisa en el rostro salió de la casa y descendió colina abajo, arrastrando los
pies descalzos contra el frio césped bañado en roció. El hombre abrió los
brazos al verla venir y ella saltó a su cuello con una sonrisa en el rostro. La
alegría que sentía la muchacha en aquel momento era inexplicable. Era como
haber perdido algo hace mucho tiempo y luego encontrarlo en el momento menos esperado.
Algo que se significó mucho para ti, y que lo perdiste, y ahora lo volviste a
encontrar, sano y salvo. Renne tan solo lloró, abrazando con fuerza a su padre,
como si tuviera miedo de que desapareciese si lo soltaba, y luego de unos
incontables minutos, su padre la apartó un poco para mirarla a los ojos.
Acarició su mejilla con su mano y sonrió
cálidamente. Su piel estaba reseca y llena de cicatrices, sintiéndose rasposa
contra su rostro, pero aquello no hizo más que atraer aquel recuerdo cálido que
se había perdido en la memoria de Renne. El sentimiento de familiaridad y
protección, cálido y calmante. La muchacha tomó la mano de su padre y la
presionó contra su mejilla, queriendo saborear un poco más de aquél sentimiento
reconfortante que sentía cuando estaba juntó a él.
-Hay que entrar, Renne –le dijo su padre, sin
ninguna prisa en su voz. Era notable cuanto había extrañado a su hija, su única
hija, la copia exacta a la mujer que había amado y que los dioses le habían
quitado. –No quieres que terminemos con un resfriado, ¿verdad?
La niña no dijo nada por
un largó instante. Tenía los ojos cerrados, y las mejillas cubiertas de lágrimas
que brillaban en su rostro como pequeños diamantes. Ella sonreía, sin poder
evitarlo, y luego abrió los ojos, encontrándose con los de su padre. Ella había
heredado los mismos ojos, azul cristalizado de su padre, además de su cabellera
castaño oscuro que tanto cuidaba. Pero su rostro era el de su madre. Tanto la
forma de su boca, su nariz, sus cejas finas y perfectas, las pestañas largas y
negras, y sus manos, frágiles pero grandes, que se veían aun más grandes en sus
pequeñas muñecas. Ella era muy similar a ella, pero a la vez completamente
diferente, especialmente por aquél capricho que guardaba en su interior. Capricho
que no había heredado ni de uno, ni del otro. Suyo, y únicamente suyo, lo único
que podría llamarse, completa y plenamente, de ella… de ella y nadie más.
-¿No
podemos quedarnos así para siempre? –sugirió la niña, con la voz dulce e
inocente. Aquella voz era armónica, y hacía sonar cada frase como la letra de
una canción. Era esa voz la que tanto convencía a muchos, y enamoraba a otros.
Voz demasiado perfecta como para considerarse hermosa.
-Sabes que es lo que más me gustaría en el
mundo. –le contestó su padre, con una leve pizca de tristeza en su voz -Pero el
tiempo sigue corriendo, y no podemos quedarnos quietos.
Renne sonrió ante sus palabras, y ambos se
separaron. Ella tomó la mano de su padre, apretándola con fuerza, y lo llevó
con una sonrisa en el rostro a la casa. Las lágrimas seguían corriendo por su
rostro, pero ella se las seco con el dorso de su mano. Siempre había sido
alguien que lloraba de alegría, y de tristeza muchas veces. Era un símbolo que
la caracterizaba, y del cual nunca de desharía.
Su casa era de madera, de un color marrón
oscuro, pálido a pesar de todo. Había zonas cubiertas por pieles, blancas y
negras, y luego había estantes, en donde reposaban las especias y demás para
condimentar las comidas. Había una chimenea, con el fuego encendido, que
calentaba todo el salón principal. Sobre esta había una repisa, con figuras
talladas sobre madera, figuras que había tallado Renne cuando su padre se había
ido y ella había quedado sola. Figuras que le habían hecho sangrar los dedos y
llorar de tristeza, pero que en aquél momento se encontraban allí, puestas como
trofeos, esperadas a ser vistas. Más, el padre de Renne no las notó, no notó ni
el esfuerzo, ni el dolor, ni la sangre que aun permanecía en ellas.
Había una pequeña mesa en el centro de la
sala. Un círculo chato sobre un tronco cortó que se hallaba lijado en la parte
baja para que no se cayera. Allí solían comer, sentados en almohadones viejos y
sucios, frente a la chimenea que volvía todo más cálido…
Cálido... como la
llama que me había ayudado hace ya mucho tiempo…
La niña sirvió la comida, y colocó los platos sobre la pequeña mesa. Tiró
de su falda para arriba y se dejó caer en los almohadones desinflados y sucios.
Su padre se encontraba frente a ella, con la luz de la chimenea bañando su
rostro en luces amarillas y anaranjadas. Él le habló de lo que vivió, aunque omitió
muchos detalles de la guerra y de las terribles cosas que había visto haya
fuera. Él podía conciliar el sueño de noche, pero dudaba que la joven lo
hiciera si se lo contaba. Expresó su preocupación hacía Renne, quien había
tenido que vivir sola todo ese tiempo, en peligro de que cualquier cosa le
sucediese, ya que ella era hermosa, y no había un hombre para protegerla. Al menos
no aun.
Pasaron horas hasta que finalmente decidieron irse a dormir, apagando
el fuego de la chimenea, y cada uno dirigiéndose a su cuarto, pequeño pero
acogedor de distintas formas. Renne se desplomó en su cama, y cubriéndose rápidamente
con las sabanas, ella cayó rendida ante la emoción y el cansancio que no había
notado que llevaba. El viento fuera era helado, y las ventanas se empañaban. Esa
noche Renne durmió hecha un ovillo entre las pieles y frazadas, cayendo en un
sueño eterno que no comprendía.
Y no pudo comprender ya que una ráfaga de viento golpeó su ventana con
fuerza, quitándola de las garras del sueño que estaban a punto de tomarla. Había
dormido, tres horas nada más, pero no pudo evitar despertar ante el sonido. Abrió
los ojos, confundida, y en otra ráfaga de viento las ventanas cedieron y se
abrieron de par en par, golpeándose contra las paredes de madera. La muchacha
soltó un chillido antes de levantarse de un salto de la cama y correr descalza
a cerrar la ventana. El piso de piedra bajo sus pies estaba helado, como si
fuera hielo, y eso quemó la piel de la joven que se apresuró aun más en llegar
a la ventana y…
Un alarido de terror, dolor más que otra cosa, le llegó a los oídos, quitándole
el aire de los pulmones y cortando el hilo de sus pensamientos. Renne se quedó
tiesa, permitiendo que la piedra lastimase sus pies, congelándolos. Su mirada
se dirigió colina abajo, donde la nieve se había teñido de roja y el viento
soplaba eufórico, como si celebrase el acontecimiento. Ese era el invierno en
Westline, calidez durante la tarde, y frio aire durante la noche. La nieve
siempre caía, siempre, pera para la tarde, esta ya se había ido. Y la historia
se repetía, una y otra vez, como lo había hecho siempre.
Algo dentro de Renne se movió, aquellas ganas de ir y esconderse bajo
las sabanas la invadieron, pero así como aquella vocecita susurraba que se
escondiera, había otra que le gritaba que fuera, que fuera y descubriera lo que
había pasado. Que se diera cuenta que aquello no era una ilusión ni mucho
menos. Mientras una susurraba, la otra gritaba. Los susurros nunca eran buenos,
pensó Renne, por lo que, sin pensarlo dos veces, se encaminó hacia la puerta,
con su camisón y sus pies descalzos y tomando una lámpara con vela, abrió la
puerta.
El frió calaba sus huesos, y antes de marcharse por completó, tomó una
manta y se la puso sobre los hombros, abrigándose lo mejor que podía. Bajo colina
abajo, por allí donde la nieve no había cubierto el césped, y entonces se
resbaló colina abajo, quedando sentada entre la nieve y el césped, con la mano
aun sujetando la lámpara. La manta estaba cubierta con nieve en algunos
lugares, pero eso no le tomó importancia ya que, frente a ella, la oscuridad se
cernía, danzante y sonriente. Entonces vio, como de la oscuridad, la sangre
manaba manchando la nieve y llegando a sus dedos, manchándolos con la sustancia
carmesí que la muchacha miró horrorizada.
Lentamente fue levantando la vista, hacia la noche oscura que… no era
más que otra farsa. Unos ojos brillantes se abrieron en la noche que era su
negra piel, y Renne se encontró mirando hacia los ojos color carmesí de un monstruo, de una bestia. Aquellos ojos reflejaban
la sangre de todos aquellos que se habían perdido en ellos. Eran grandes y
brillaban, mostrando a su alrededor lo que había sido ocultó hace un momento
para Renne. Soltó un chillido al ver al caballo de su padre, allí a sus pies,
con la garganta degollada. De allí había manado la sangre. Miró a la bestia a
los ojos y entonces, frente a ella, como una sombra que no había estado allí antes,
apareció. No parecía caminar, parecía flotar, aunque Renne no podía ver bien sus
pies –si es que los tenía, claro está-.
La sombra se acercó, y con un rápido movimiento levantó a Renne por el
cuello, dejando sus pies colgando, buscando desesperadamente el suelo, que
parecía lejano. La fuerza en su cuello le quitaba a Renne la respiración, e
intentó, inútilmente, apartar la mano que la sujetaba. Sintió las lagrimas
arder en sus ojos, y sin poder hacer nada más, ella tiró del brazo de la bestia,
quien la miraba desde las sombras de sus ojos, un rostro oculto pero que, pensó
Renne, estaría allí. Aquello tenía rostro, y ella quería verlo, pero no podía
hacerlo por más esfuerzos que hacía. La sombra apretó con más fuerza su cuello,
cortándole la respiración, y ella vio en un manchón borroso, por unos breves
segundos, una sonrisa, de satisfacción y quizás algo más. Algo más oscuro de lo
que alguna vez había visto Renne en su vida.
Algo que, de cierta forma, la hizo estremecer y… sonreír al mismo tiempo…
Abrió los ojos agotada, mirando a su alrededor. Estaba en su cama,
cubierta de mantas, y con un trapo húmedo en su frente. El trapo estaba
caliente, y su piel estaba fría. No entendía lo que sucedía del todo, pero
sabía algo…
Salió de la cama, rozando con los pies descalzos el piso de piedra. Titubeó
un minuto, pero luego se puso de pie y salió de su habitación. Miró hacia el
pequeño pasillo, un olor exquisito venia de la cocina. Ella se acercó y vio a
su padre, cocinando algo en el fuego de la chimenea. Estaba concentrado en ello
cuando se dio media vuelta y miró a Renne a los ojos. Una sonrisa cálida
apareció en su rostro, pero Renne tan solo pudo hacer lo que su cuerpo le
dictaba en aquél momento. Lo que su mente embriagada le llamaba a hacer.
Aquella sonrisa…
-¿Quién eres…?
Impactante e interesante. Que mejor combinacion. Espero con ansias el siguiente!
ResponderEliminarMe alegra que te haya gustado ^^
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