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domingo, 16 de marzo de 2014

【Who are you...?】Capítulo III: One chance


El muchacho, frustrado, negó con la cabeza. Ya era la decima vez que le hacía la misma pregunta, y la muchacha simplemente no acertaba, acusándolo de ser demasiado impaciente con ella. Pues sí, de cierta forma él nunca había sido alguien muy paciente, pero aun así, le molestaba cuando se lo echaban a la cara. La muchacha estaba haciendo un puchero infantil mientras el joven soltaba un suspiro largo, y agotado, que le quitó el aliento. La joven ladeó la cabeza un poco, y puso su dedo indicé sobre su labio, pensativa.

-¿…Dos? –intentó averiguar la muchacha. Era más que obvio que estaba lanzando lo primero que se le venía a la cabeza.

-No… -gruñó el muchacho, poniéndose los dedos sobre la sien. Esta chica ya lo estaba molestando demasiado. Era imposible que no entendiera cálculo tan simple como aquél.

- ¿Tres…? –volvió a preguntar la muchacha, con una sonrisa divertida en el rostro. Estaba más que obvio que se estaba divirtiendo bastante, caso contrario del muchacho, quien estaba dudando entre sí tirarla por la ventana, o borrarle esa sonrisa con su pluma. Ninguna podría pasar como un accidente, pero eso era lo de menos.

<< Pluma –pensó el muchacho. Decidiéndose finalmente por su método de ataque. –Y después una siesta…>>

-¡Oh, oh, oh! ¡Ya sé! –chilló la muchachita, abriendo los ojos como platos y dándole una sonrisa victoriosa al peliblanco. El muchacho tan solo la miró con desgana.

 -Dime

-¡Cuatro! –finalizó la chica en un chillido, alargando demasiado la “o”. Se la notaba llena de energías, energías que le hacían falta al muchacho. Nunca había entendido como se podía mantener tan… brillante. Hasta él llegaba a cansarse en algún momento.

-No –la regañó el muchacho, ignorando por completo el puchero que le hacía la muchachita, quien se había desplomado sobre la mesa y comenzado a “llorar”. El muchacho se puso a ojear las páginas del libro de ejercicios, en donde estaban todas las respuestas. Un pequeño regalito de uno de sus pajaritos. Abrió los ojos al dar con la respuesta del ejercicio. 

-¡Eh! Mira… era dos.

La muchacha comenzó a levantar la mirada lentamente, con los ojos entrecerrados y su mirada que lanzaba chispas. Eran como un par de cuchillas mirándolo fijamente. El muchacho ni siquiera titubeó, como si ya estuviera acostumbrado a aquellas clases de situaciones. Y lo estaba realmente. La peli-rosa apretó los puños, y frunció el ceño, enfurecida. Ahora era ella la que se cuestionaba que dolería más, si un golpe en la cabeza contra el escritorio, o clavarle la pluma en la mano. Optó por la pluma, como todos. 

Había comenzado a alargar la mano hacía ella cuando el muchacho la miró de reojo. Ella se congeló al instante, mirándolo fijamente. Era como si la hubiese atrapado haciendo algo malo y debería sentirse arrepentida. Y lo estaba un poco, hasta que recordó el por qué iba por la pluma. Él joven soltó una risita maliciosa, leyendo a la perfección los pensamientos de la chica. Sus pensamientos ya no habían sido únicamente de ella desde que lo conoció. Aquel muchacho la leía como un libro abierto y ella no podía evitarlo.

<< -Tú, y tus condenados pajaritos –pensó la muchacha apretando los dientes. >>

-¿Qué pensabas hacer? –le preguntó el muchacho, con una ceja alzada y una sonrisa desdichada que hacía enfurecer a la muchacha. Ella se mordió el labio, tragándose sus palabras con amargura. El sabor en su garganta era metálico, y el oír la melodiosa risa del muchacho había provocado un ligero tic en su ceja. La muchacha infló las mejillas y se cruzó de brazos enfadada. Ella siempre era de actuar así, nunca había sido alguien que expresara sus emociones como realmente venían, era más bien aquella que intentaba volver bueno todo lo malo.

La optimista, ese era su papel en aquella obra.

-Nada –bufó la muchacha, desviando la mirada de esos ojos felinos que la observaban y la clavó en un banco vacío. El muchacho no dijo nada, simplemente le quitó importancia y se puso a ojear el libro. Ninguno de los dos habló.

Su maldito orgullo terminaría matando a uno o al otro…

La muchacha le dedicó una mirada de reojo al muchacho, quien se encontraba demasiado metido en las líneas del libro como para haberla visto. Ella se mordió el labio impaciente, juntando los hilos de aquel plan malévolo que se estaba formando en su mente. Atacar cuando la presa esta desprevenida. Abrió los ojos bien grandes, aguantándose la euforia que le provocaba el tan solo pensar en lo que iba a hacer, y sin pensarlo dos veces, una vez que todos los hilos se unieron, pegó un brinco del asiento y se abalanzó contra el muchacho, tirándolos a ambos en el piso… junto con la silla en donde había estado sentado el muchacho.

Él no tuvo tiempo ni de regañarla cuando ella cayó sobre él, dejando todo su peso sobre su cuerpo. En cuanto la muchacha reaccionó, rápidamente se sentó, con sus rodillas a cada lado del  cuerpo del joven, y sus manos a cada lado de su rostro. Estaba sentada en parte de su estomago, y eso molestó un poco al muchacho, quien había recibido casi todo el golpe.

<<Mal día para traer pollera –pensó la muchacha, ruborizándose al instante. >>

-¡¿Se puede saber que están haciendo?! –vociferó la preceptora de los cursos más altos, quien estaba recorriendo el pasillo cuando escuchó todo el jaleo. Ambos muchachos levantaron la mirada rápidamente, mirando fijamente los ojos verdes que parecían haberse vuelto llamas en aquel momento. Un pequeño temblor recorrió la espina dorsal de la muchacha.

-Nada –respondieron los dos a unisonó, como si la posición comprometedora en la que estaban fuera absolutamente natural. Los ojos de la preceptora lanzaban chispas. Parecía que, encontrarse con dos adolescentes, de diferente sexo, uno encima del otro, ella sentada sobre la entrepierna de él y con su rostro relativamente cerca y sonrojado, ponía de malas a su preceptora, quien rápidamente dio otro chillido, haciendo que la peli-rosa pegará el salto más alto de su vida y se separará rápidamente del muchacho, quien, limpiándose la camisa, se levantó del piso, elegante cual gato. De cierta forma se parecía a uno, pensó la muchacha. Sus ojos, felinos y grises, sus movimientos gráciles y confiados, silenciosos y elegantes, y su tranquilidad… y pensar que su animal favorito eran los gatos. Simple y sencillo. Aun así, ella nunca le había comentado sus pensamientos, jamás, aunque, juzgando por la capacidad del muchacho para leerla, estaba claro que ya sabía de derecha a izquierda los pensamientos de la joven.

Él lucía ciertamente frustrado, y eso le provocó más miedo a la joven que la mirada acusante de su preceptora de curso, quien los miraba como si los hubiese encontrado… no lo sé, haciendo cosas inapropiadas en el instituto…

<< ¡Idiota! –pensó la muchacha, dándose un golpe con la palma de su mano en la frente. >> 

Después de un largo regaño, que escuchó por completo, la preceptora les pidió sus libretas y se marchó. Él había estado mirando hacía un lado, y ahora volvía a retomar su atención en lo que sucedía a su alrededor. Mirándola de pies a cabeza, con sus ojos gatunos que hacían temblar a la joven, él soltó un bufido y comenzó a caminar a pasos largos por el pasillo.

Le costó un instante a la muchacha volver en sí, y correr hacía él rápidamente, poniéndose a su lado para caminar a la par. Una pareja dispareja, pero no por eso, imperfecta. Ambos eran la clase de persona que uno se queda mirando al pasar, aunque ella se avergonzaba y él gozaba del momento. Un galán demasiado inteligente y una miss universo que no aceptaba su belleza. Cada uno en un lado opuesto del polo, pero aún así, caminaban a la par.

Un golpecito en el hombro sacó a la peli-rosa de sus pensamientos casi al instante. Esta se dio la vuelta y ahí estaba, un muchacho que, estaba segura, había visto antes, aunque eso tampoco aseguraba que supiese de quien se tratase. Iba a preguntarle eso cuando este comenzó a hablar.

-Hola Grecia –saludó el muchacho. La joven abrió los ojos, un poco sorprendida por qué supiese su nombre, y un poco asustada por la misma razón. Ella sonrió a modo de saludo. El joven hizo lo mismo. –Quería saber si ya tenías pareja para el bai…

-La tiene –la peli-rosa se giró un poco, encontrándose con los ojos felinos de su… ¿amigo? Su mirada era fría y turbia, haciendo que los pelos de los brazos de la chica se pusieran de punta. Era como ver una llama helada, que lentamente te quemaba por dentro, dejándote sin aliento. Aquella mirada siempre le había dado miedo a la joven.

-Simón –dijo el castaño con disgusto. Su piel era morena, y sus ojos eran almendrados, del color de la canela. Había cierto tono en su voz que demostraba que Simón no era, del todo, alguien con quien se hubiese quería encontrar. Aun así, el peliblanco hizo caso omiso a su mueca. ¡Es más! Había aparecido una pequeña chispa en sus ojos que demostraba cuán divertida le era la situación. Grecia pudo respirar nuevamente. Al final la situación no había sido tan seria.

-¿Por qué ese tono, Mathew? Y yo que creía que éramos amigos –sarcasmo. De aquí a la China era visible el sarcasmo. Grecia se mordió un labio, nerviosa. Mathew era de la misma altura que Simón, y su mirada era irritada y molesta, muy diferente a la del peliblanco, que brillaba con gracia y diversión.

Esto no iba a acabar bien…

Grecia siempre se había preguntado como hacía Simón para no terminar siempre con los puños. Las peleas cuerpo a cuerpo eran su talón de Aquiles, pero al parecer, nadie parecía darse cuenta. Todos se enfrentaban a él en una pelea verbal, creyendo que podrían ganarle… creyendo, porque de ganarle, jamás. Había cierta magia en el peliblanco que, por alguna razón, le hacía decir lo justo en el momento correcto, dejando sin ningún argumento a cualquiera que se le enfrentara.

Cierta magia que se le iría en algún momento… aunque no parecía ser pronto.

Mathew soltó un bufido, y volvió a dirigir su mirada a la peli-rosa.

-Grecia, ¿quieres ir al…?

-No mentía respecto a lo anterior –la mirada de Simón volvió a ponerse helada y filosa. –Ella ira conmigo, y tu no serás quién lo evite. Quiero decir, no creó que seas  lo suficiente bueno para ella considerando tu pequeño accidente con…

-¡Basta! –susurró Mathew, con la mirada llena de ira, pero aun así bañada de… ¿vergüenza?. Grecia frunció el ceño al verlo. ¿Qué sabía Simón? Sin más que decir, el castaño se dio la vuelta y se metió en el gentío, perdiéndose por completo. Simón volvió a caminar, ignorando a la peli-rosa, y se metió también en el gentío. Grecia lo siguió de cerca, empujando a los demás estudiantes y llamándolo por su nombre cada vez que se acercaba.

-¡Simón! ¡Simón…! ¡Sim…! –él muchacho se dio la vuelta y la tomó de la muñeca, llevándola a un pasillo completamente vació. La estampó contra la pared y pegó sus labios contra los de ella. Grecia gimió de la sorpresa, y luego dejo descansar sus manos en los hombros del mayor, sin alejarse ni inmutarse.

Esto ya era común en ellos. No eran nada, pero de vez en cuando solían darse algún que otro beso, razón por la que la muchacha nunca era invitada a salir por algún chico. Simón era la clase de persona con la que no se juega. Aun con su corta edad, él sabía secretos que nadie más sabía, y al menos que quisieras que salgan a la luz, no te meterías con él. Si eso era cierto o no, nadie lo sabía, si Simón realmente sabía cosas de cada uno que nadie más sabía, eso también era un misterio, pero aun así… mejor prevenir que curar, ¿verdad?
El corazón de Grecia latía acelerado. Sentía el calor bajo la camisa de Simón en la yema de sus dedos. El chico la besaba con delicadeza, y ella no podía hacer más que agradecerle eso. Grecia no era buena en… la intimidad, pero con Simón era diferente. De cierta forma, se sentía cómoda.

 Recordaba la primera vez que lo había visto. Ella estaba caminando por los pasillos, y él apareció, resplandeciente y hermoso, con una sonrisa de lado en su rostro, la gente mirándolo al pasar, y él, completamente indiferente a las miradas de los demás, luciendo como un Dios, y ella, una simple mortal. Un poco exagerado, pero así había sido para ella. Amor a primera vista… hasta que lo conoció mejor y se dio cuenta de con quien estaba tratando. Aunque, aun había una pequeña parte de su ser que seguía flechada por el peliblanco.

El timbre sonó, las clases habían terminado, al igual que aquél beso. Simón se alejó y recorrió el rostro Grecia sin ningún descaro. Ella estaba sonrojada, probablemente, y lucía completamente horrible comparada con el rostro de Simón, que se encontraba ligeramente coloreado y con los labios rosáceos. Él sabía lo hermoso que era, y ella era una idiota que no se daba cuenta de ello. Tal vez eso era lo que la hacía lucir aun más hermosa…

Él le sonrió descaradamente, como lo hacía siempre, y ella simplemente se quedó atónita. Era impresionante la rapidez con la que el muchacho de deshacía de la vulnerabilidad que dejaba escapar de vez en cuando. Ahora volvía a ser Apolo, y ella una simple mortal. Por alguna razón eso dejo de molestarle hace un tiempo.
Volvieron caminando a su aula. Gracias a Dios no le pedían que formasen cuando lo hacían, como niños de primaria, lo cual le gustaba bastante a Simón. En su antiguo instituto, uno debía formar a la entrada, al final de los recesos, y antes de irse. Horrible, simplemente horrible.

Grecia iba a su lado, con la cabeza baja. Eso siempre sucedía después de sus… no sabía cómo llamar a aquellos momentos. El tema era que, después de eso, ella siempre se mostraba avergonzada, lo cual confundía a Simón un montón. ¿Acaso se avergonzaba de que él la bese? Tranquilamente podría no hacerlo nunca más… si se esforzaba mucho en eso.

Escuchó unos gritos, bueno, en realidad no eran gritos, pero se le parecían. Miró hacía el pasillo de donde provenían y agudizó su oído todo lo que podía, volviendo su paso cada vez más lento.

“-¡Vete al demonio!

 -Lo haría si supiera donde queda… ¿Y de qué iba eso de si soy idiota?

 -Creo que está bastante claro

 -No para mí, explícame

 -Vete… al... demonio...

 -Que ya te dije que no sé donde qued…

 -¡Entonces averígualo!”

Eso era bueno, demasiado bueno. Ya se enteraría de quienes se trataba, aunque estaba seguro que uno de ellos era, nada menos que, la señorita Corina. Una maestra del engaño, casi tan buena como él mismo, pero claro, no tanto.

Grecia se detuvo en seco cuando notó que Simón ya no estaba a su lado. Se había quedado un par de pasos por detrás de ella, no sabía muy bien para qué, pero esta vez, por alguna extraña razón, no le importo. Siguió su camino, dejando a Simón atrás, y se metió en su aula. Se sentó en un asiento diferente al usual, el que siempre estaba vació, del lado contrario a la ventana del segundo piso. Puso sus carpetas en banco, y comenzó a garabatear diseños en el marco de su hoja de matemáticas. Simón no llegó, y probablemente no lo haría hasta dentro de un rato. Eso tampoco molesto a Grecia, quién obvio por completo el par de jóvenes que pasaron por la ventana del lado del pasillo. La chica estaba caminando erguida, unos pasos por delante del muchacha, quien se reía a carcajadas por detrás de ella.


Aquél día era extraño. Por primera vez no se sentó junto a Simón, y eso… y eso no le molestó…


Espero que les haya gustado el capítulo ^^ Como ven, se presenta otro punto de vista de la historia xD (Espero no complicarla tanto xD). En fin, ya conocieron a Grecia y Simón ^^ Ahora nos falta... Megan, Anna, y... muchos xD Pero prometo subir más seguido xD 

¡Chau! c:

sábado, 15 de marzo de 2014

【Mi amor de medianoche】Prólogo: Noches

Tarde o temprano...

Fue solo un sueño…

Eso es lo que nos dicen de niños. Esa es la mentira que nos cuentan cada noche para que sigamos durmiendo. Cerramos nuestros ojos, sabiendo muy dentro nuestro que aquello, que todo aquello, los ruidos, las sombras y el peso de más en nuestra cama, nada de eso, fue un sueño.

Desde el principio sabemos la verdad, no porque lo supongamos, no, claro que no, nada de eso. Lo vemos, cada noche, una vez que las luces se apagan, nosotros lo vemos. Cadenas relucientes, que privan al monstruo de comernos vivos, de atacarnos mientras dormimos… de quitarnos lo único que realmente importa en nosotros. Vivir.

Ruidos en la noche que nos mantienen despiertos, sombras desconocidas que recorren nuestras paredes, el crujir de la madera, las risitas en el aire. Queremos escapar cuanto antes, y es entonces cuando recurrimos a nuestro único escape. Los sueños. Sueños cálidos que son envenenados por el miedo, convirtiéndose en nuestras peores pesadillas. Imágenes hermosas, distorsionadas y deformes, que nos muestran como lo bueno se torna negro de un segundo a otro…

Todo se borra de nuestras mentes al crecer, poco a poco. Nos olvidamos de aquello, y llegamos al punto en donde le decimos la misma mentira que nos decían nuestros padres, a nuestros propios hijos…

Fue solo un sueño…

Un profundo y pequeño sueño que nos vigila, esperando su oportunidad de quitarse las cadenas y abalanzarse sobre nosotros. Mientras dormimos, mientras soñamos, lo que se oculta en las sombras nos observa…


Y se ríe de nosotros…


viernes, 7 de marzo de 2014

【Alma pura...】Capítulo I: Deseos

<<¿Por qué tan triste, princesa? >>
Renne se sentó en el borde de la cama, soltando un largo y sonoro suspiro. Había tenido un largo día de trabajo que había terminado por agotarla. Había limpiado toda la casa como mejor le era posible, y había llevado más de cinco horas terminar con el trabajo. Había barrido más de tres veces, había acomodado los muebles, lavado la ropa y arreglado las pieles colgadas en las paredes, todo para que él se sintiera cómodo. ¿Y quién era él? Pues, una de las personas más importantes en la vida de Renne, alguien a quien amaba demasiado como para no pensar en él. La persona que la crió y educó… su padre.

Este era soldado en la guardia de Walter Ridewing, Rey del reino del Oeste. El Rey ya era un anciano de 96 años, que ordenaba ser protegido ya que juraba que planeaban matarlo. Locuras de un viejo que veía con una niebla distante en los ojos. Incluso había días en donde no era capaz de reconocer a sus propias hijas, muchachas, altas, menudas, y hermosas que eran reclamadas por muchos pretendientes en los reinos. Una de ellas se llamaba Victoria Zerea Ridewing. Era unas muchachita simpática y carismática, alguien amada por todos, pero envidiada por su reluciente belleza. Era incluso, mucho más bella que sus hermanas mayores, con aquel cabello que parecía haber sido teñido del mismo fuego, y con unos ojos azules, y oscuros, como un peligroso mar en calma.

El Rey había sido un gran guerrero en sus días de gloria. Alabado por muchos, y venerado en el reino. El había comandado las líneas contra los Yenders, maestros de los dragones, quienes luchaban contra los reinos, en busca de volver a conseguir las tierras que le habían sido arrebatadas. Esa había sido la primera y única vez, en el que los reinos se habían unido contra un mismo enemigo. Con más de quinientos mil hombres, finalmente la paz había sido restaurada, y los Yenders habían sido expulsados, e incluso, extintos. Ya no se habían visto a los dragones desde entonces…
                                 
El padre de Renne, había logrado regresar vivo del terrible combate con los exiliados. Personas condenadas a morir en el bosque por sus crimines.  Y a pesar de que muchos decían que aquel no era considerado un castigo, aquellos exiliados habían luchado por dominar el reino, y conseguir el trono por una simple razón.

Ellos no querían permanecer en aquel bosque…

Hacía ya meses que la muchacha no había visto a su padre. Había noches en las que lloraba por no lograr recordar su rostro, y es porque, aun cuando el tiempo no parecía mucho, los días sin el ya se le habían hecho una costumbre que la muchachita no quería tener. Pero finalmente, la paz había llegado al reino de Westline, y sus soldados ya tenían permitido volver a sus casas. Ah volver junto sus familias.

A pesar de la lejanía, Renne escuchó el trotar de los caballos como si estuvieran a su lado, y casi por acto reflejo, había dejado lo que estaba haciendo y había corrido hacia la ventana a ver rápidamente de que se trataba. Dos caballos, dos jinetes, uno continuó con el trote después de despedirse y el otro se detuvo. Este descendió del caballo, con algo en la mano. Aquel jinete miró en dirección a la casa, y Renne sintió al instante que la miraba a ella. Sintió las lagrimas  resbalar por sus mejillas, y con una gran sonrisa en el rostro salió de la casa y descendió colina abajo, arrastrando los pies descalzos contra el frio césped bañado en roció. El hombre abrió los brazos al verla venir y ella saltó a su cuello con una sonrisa en el rostro. La alegría que sentía la muchacha en aquel momento era inexplicable. Era como haber perdido algo hace mucho tiempo y luego encontrarlo en el momento menos esperado. Algo que se significó mucho para ti, y que lo perdiste, y ahora lo volviste a encontrar, sano y salvo. Renne tan solo lloró, abrazando con fuerza a su padre, como si tuviera miedo de que desapareciese si lo soltaba, y luego de unos incontables minutos, su padre la apartó un poco para mirarla a los ojos.

Acarició su mejilla con su mano y sonrió cálidamente. Su piel estaba reseca y llena de cicatrices, sintiéndose rasposa contra su rostro, pero aquello no hizo más que atraer aquel recuerdo cálido que se había perdido en la memoria de Renne. El sentimiento de familiaridad y protección, cálido y calmante. La muchacha tomó la mano de su padre y la presionó contra su mejilla, queriendo saborear un poco más de aquél sentimiento reconfortante que sentía cuando estaba juntó a él.

 -Hay que entrar, Renne –le dijo su padre, sin ninguna prisa en su voz. Era notable cuanto había extrañado a su hija, su única hija, la copia exacta a la mujer que había amado y que los dioses le habían quitado. –No quieres que terminemos con un resfriado, ¿verdad?

La niña no dijo nada por un largó instante. Tenía los ojos cerrados, y las mejillas cubiertas de lágrimas que brillaban en su rostro como pequeños diamantes. Ella sonreía, sin poder evitarlo, y luego abrió los ojos, encontrándose con los de su padre. Ella había heredado los mismos ojos, azul cristalizado de su padre, además de su cabellera castaño oscuro que tanto cuidaba. Pero su rostro era el de su madre. Tanto la forma de su boca, su nariz, sus cejas finas y perfectas, las pestañas largas y negras, y sus manos, frágiles pero grandes, que se veían aun más grandes en sus pequeñas muñecas. Ella era muy similar a ella, pero a la vez completamente diferente, especialmente por aquél capricho que guardaba en su interior. Capricho que no había heredado ni de uno, ni del otro. Suyo, y únicamente suyo, lo único que podría llamarse, completa y plenamente, de ella… de ella y nadie más.

 -¿No podemos quedarnos así para siempre? –sugirió la niña, con la voz dulce e inocente. Aquella voz era armónica, y hacía sonar cada frase como la letra de una canción. Era esa voz la que tanto convencía a muchos, y enamoraba a otros. Voz demasiado perfecta como para considerarse hermosa.

-Sabes que es lo que más me gustaría en el mundo. –le contestó su padre, con una leve pizca de tristeza en su voz -Pero el tiempo sigue corriendo, y no podemos quedarnos quietos.

Renne sonrió ante sus palabras, y ambos se separaron. Ella tomó la mano de su padre, apretándola con fuerza, y lo llevó con una sonrisa en el rostro a la casa. Las lágrimas seguían corriendo por su rostro, pero ella se las seco con el dorso de su mano. Siempre había sido alguien que lloraba de alegría, y de tristeza muchas veces. Era un símbolo que la caracterizaba, y del cual nunca de desharía.

Su casa era de madera, de un color marrón oscuro, pálido a pesar de todo. Había zonas cubiertas por pieles, blancas y negras, y luego había estantes, en donde reposaban las especias y demás para condimentar las comidas. Había una chimenea, con el fuego encendido, que calentaba todo el salón principal. Sobre esta había una repisa, con figuras talladas sobre madera, figuras que había tallado Renne cuando su padre se había ido y ella había quedado sola. Figuras que le habían hecho sangrar los dedos y llorar de tristeza, pero que en aquél momento se encontraban allí, puestas como trofeos, esperadas a ser vistas. Más, el padre de Renne no las notó, no notó ni el esfuerzo, ni el dolor, ni la sangre que aun permanecía en ellas.

Había una pequeña mesa en el centro de la sala. Un círculo chato sobre un tronco cortó que se hallaba lijado en la parte baja para que no se cayera. Allí solían comer, sentados en almohadones viejos y sucios, frente a la chimenea que volvía todo más cálido…

Cálido... como la llama que me había ayudado hace ya mucho tiempo…

La niña sirvió la comida, y colocó los platos sobre la pequeña mesa. Tiró de su falda para arriba y se dejó caer en los almohadones desinflados y sucios. Su padre se encontraba frente a ella, con la luz de la chimenea bañando su rostro en luces amarillas y anaranjadas. Él le habló de lo que vivió, aunque omitió muchos detalles de la guerra y de las terribles cosas que había visto haya fuera. Él podía conciliar el sueño de noche, pero dudaba que la joven lo hiciera si se lo contaba. Expresó su preocupación hacía Renne, quien había tenido que vivir sola todo ese tiempo, en peligro de que cualquier cosa le sucediese, ya que ella era hermosa, y no había un hombre para protegerla. Al menos no aun.

Pasaron horas hasta que finalmente decidieron irse a dormir, apagando el fuego de la chimenea, y cada uno dirigiéndose a su cuarto, pequeño pero acogedor de distintas formas. Renne se desplomó en su cama, y cubriéndose rápidamente con las sabanas, ella cayó rendida ante la emoción y el cansancio que no había notado que llevaba. El viento fuera era helado, y las ventanas se empañaban. Esa noche Renne durmió hecha un ovillo entre las pieles y frazadas, cayendo en un sueño eterno que no comprendía.

Y no pudo comprender ya que una ráfaga de viento golpeó su ventana con fuerza, quitándola de las garras del sueño que estaban a punto de tomarla. Había dormido, tres horas nada más, pero no pudo evitar despertar ante el sonido. Abrió los ojos, confundida, y en otra ráfaga de viento las ventanas cedieron y se abrieron de par en par, golpeándose contra las paredes de madera. La muchacha soltó un chillido antes de levantarse de un salto de la cama y correr descalza a cerrar la ventana. El piso de piedra bajo sus pies estaba helado, como si fuera hielo, y eso quemó la piel de la joven que se apresuró aun más en llegar a la ventana y…

Un alarido de terror, dolor más que otra cosa, le llegó a los oídos, quitándole el aire de los pulmones y cortando el hilo de sus pensamientos. Renne se quedó tiesa, permitiendo que la piedra lastimase sus pies, congelándolos. Su mirada se dirigió colina abajo, donde la nieve se había teñido de roja y el viento soplaba eufórico, como si celebrase el acontecimiento. Ese era el invierno en Westline, calidez durante la tarde, y frio aire durante la noche. La nieve siempre caía, siempre, pera para la tarde, esta ya se había ido. Y la historia se repetía, una y otra vez, como lo había hecho siempre.

Algo dentro de Renne se movió, aquellas ganas de ir y esconderse bajo las sabanas la invadieron, pero así como aquella vocecita susurraba que se escondiera, había otra que le gritaba que fuera, que fuera y descubriera lo que había pasado. Que se diera cuenta que aquello no era una ilusión ni mucho menos. Mientras una susurraba, la otra gritaba. Los susurros nunca eran buenos, pensó Renne, por lo que, sin pensarlo dos veces, se encaminó hacia la puerta, con su camisón y sus pies descalzos y tomando una lámpara con vela, abrió la puerta.

El frió calaba sus huesos, y antes de marcharse por completó, tomó una manta y se la puso sobre los hombros, abrigándose lo mejor que podía. Bajo colina abajo, por allí donde la nieve no había cubierto el césped, y entonces se resbaló colina abajo, quedando sentada entre la nieve y el césped, con la mano aun sujetando la lámpara. La manta estaba cubierta con nieve en algunos lugares, pero eso no le tomó importancia ya que, frente a ella, la oscuridad se cernía, danzante y sonriente. Entonces vio, como de la oscuridad, la sangre manaba manchando la nieve y llegando a sus dedos, manchándolos con la sustancia carmesí que la muchacha miró horrorizada.

Lentamente fue levantando la vista, hacia la noche oscura que… no era más que otra farsa. Unos ojos brillantes se abrieron en la noche que era su negra piel, y Renne se encontró mirando hacia los ojos color carmesí  de un monstruo, de una bestia. Aquellos ojos reflejaban la sangre de todos aquellos que se habían perdido en ellos. Eran grandes y brillaban, mostrando a su alrededor lo que había sido ocultó hace un momento para Renne. Soltó un chillido al ver al caballo de su padre, allí a sus pies, con la garganta degollada. De allí había manado la sangre. Miró a la bestia a los ojos y entonces, frente a ella, como una sombra que no había estado allí antes, apareció. No parecía caminar, parecía flotar, aunque Renne no podía ver bien sus pies –si es que los tenía, claro está-.

La sombra se acercó, y con un rápido movimiento levantó a Renne por el cuello, dejando sus pies colgando, buscando desesperadamente el suelo, que parecía lejano. La fuerza en su cuello le quitaba a Renne la respiración, e intentó, inútilmente, apartar la mano que la sujetaba. Sintió las lagrimas arder en sus ojos, y sin poder hacer nada más, ella tiró del brazo de la bestia, quien la miraba desde las sombras de sus ojos, un rostro oculto pero que, pensó Renne, estaría allí. Aquello tenía rostro, y ella quería verlo, pero no podía hacerlo por más esfuerzos que hacía. La sombra apretó con más fuerza su cuello, cortándole la respiración, y ella vio en un manchón borroso, por unos breves segundos, una sonrisa, de satisfacción y quizás algo más. Algo más oscuro de lo que alguna vez había visto Renne en su vida.  

Algo que, de cierta forma, la hizo estremecer y… sonreír al mismo tiempo…

Abrió los ojos agotada, mirando a su alrededor. Estaba en su cama, cubierta de mantas, y con un trapo húmedo en su frente. El trapo estaba caliente, y su piel estaba fría. No entendía lo que sucedía del todo, pero sabía algo…

Salió de la cama, rozando con los pies descalzos el piso de piedra. Titubeó un minuto, pero luego se puso de pie y salió de su habitación. Miró hacia el pequeño pasillo, un olor exquisito venia de la cocina. Ella se acercó y vio a su padre, cocinando algo en el fuego de la chimenea. Estaba concentrado en ello cuando se dio media vuelta y miró a Renne a los ojos. Una sonrisa cálida apareció en su rostro, pero Renne tan solo pudo hacer lo que su cuerpo le dictaba en aquél momento. Lo que su mente embriagada le llamaba a hacer.

Aquella sonrisa…

-¿Quién eres…?  

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